
Fredy Huamán es un ayacuchano que retrata costumbres para volverlas imperecederas a través de su cámara fotográfica. Un día, mientras fotografiaba un herraje en el anexo de San Miguel de Motoy, en Huamanga, Ayacucho, escuchó llorar a una mujer y decidió preguntarle por su dolor. Era la madre de Rosa Cahuana Quispe, una niña de escasos siete meses, que había fallecido por neumonía. Esa joven señora le comentó al fotógrafo que harían una ceremonia para despedir a su hija. Hablaba del wawa pampay, que en castellano significa funeral de los niños. Por la noche, velaron a la pequeña Rosa en un cajón blanco. Lucía su mejor ropa y parecía uno de esos ‘angelitos’ que describe el antropólogo Luis Millones en su libro Todos los niños van al cielo. Alrededor de la bebé colocaron flores, velas y en la cabecera, una cruz. Al día siguiente, acomodaron a la niña en una especie de trono, que en realidad era una silla especialmente hecha por el padrino de bautizo para la ocasión. En ella llevaron a Rosa en peregrinación hasta el cementerio, el único de San Miguel de Motoy. Para los comuneros, la menor no murió de neumonía, sino del ‘mal de la tierra’ y su entierro era una ofrenda para la pachamama.
Con esas creencias, caminaban rumbo al cementerio, entonaban temas en quechua, masticaban hojas de coca y bebían caña. Era el último día en que la niña miraba su entorno, pero no era la última vez que acompaña al gentío. Según la cosmovisión andina, los difuntos no se van para siempre, permanecen, aunque con una apariencia distinta. Al llegar al cementerio, al fotógrafo Fredy Huamán se le pidió no ingresar. De acuerdo a la tradición sólo lo pudieron hacer el padrino de la niña y el hombre más viejo del lugar. Pues bien, esta historia que rescata la tradición de muchos pueblos altoandinos se exhibió a través de 15 fotografías seleccionadas de Fredy Huamán. La muestra se llamó Wawa pampay: funeral de infantes y se realizó entre el 2 y 9 de noviembre en el Museo de la Nación. Esta es, evidentemente, una manera muy distinta de despedir a los niños muertos.
Con esas creencias, caminaban rumbo al cementerio, entonaban temas en quechua, masticaban hojas de coca y bebían caña. Era el último día en que la niña miraba su entorno, pero no era la última vez que acompaña al gentío. Según la cosmovisión andina, los difuntos no se van para siempre, permanecen, aunque con una apariencia distinta. Al llegar al cementerio, al fotógrafo Fredy Huamán se le pidió no ingresar. De acuerdo a la tradición sólo lo pudieron hacer el padrino de la niña y el hombre más viejo del lugar. Pues bien, esta historia que rescata la tradición de muchos pueblos altoandinos se exhibió a través de 15 fotografías seleccionadas de Fredy Huamán. La muestra se llamó Wawa pampay: funeral de infantes y se realizó entre el 2 y 9 de noviembre en el Museo de la Nación. Esta es, evidentemente, una manera muy distinta de despedir a los niños muertos.
Evelyn Nuñez -Periodista-